Halîm , el alfarero, enfermo de una grave dolencia, perdonó la deuda de
juego a su ocasional adversario llamado Farûq. Éste, en agradecimiento, le
confesó que lo había elegido como contrincante por una razón. Poco antes de que
jugaran la partida de tawla había escuchado una breve conversación entre el
dueño de aquel antro de apuestas y La Muerte. Por esa conversación, Farûq pensó
que Halîm moriría prontamente y especulaba con apropiarse de sus caudales.
La conversación que escuchó Farûq, oculto entre las sombras:
–¡No, por favor! –rogó el dueño el antro–. ¡No me lleves! ¡Todavía no he
ganado lo suficiente!
–¿Y cuánto tiempo estimas que yo debería esperarte? –preguntó La Muerte
entre divertida y burlona.
–¡Hasta el final de la noche!
–¿De qué te servirá lo que ganes si te llevo cuando lo acabes de ganar?
–Había pensado ofrendarte un donativo que pudiera extender mi tiempo
aquí...
–Debiste pactar con el diablo cuando había tiempo. Yo no alargo ni
retengo ni negocio un hilo de vida.
El dueño, aterrado, abrió la boca
pero sólo emergió un sonido gutural.
La Muerte dijo, ya menos afecta a la cortesía:
–No he venido por ti sino por un alfarero falto de fe que pretende ganar
en una noche los dinares que no confía en cosechar haciendo buen uso de su
noble oficio.
–¡Se llama Halîm! ¡Halîm! –proclamó el dueño como si lo estuviesen
torturando para que hablara, apuntando su dedo como una lanza–. ¡Es aquel de
túnica clara!
Tras el relato del arrepentido Farûq, Halîm se levantó de su asiento y
miró en los largos y poblados corredores del antro. Encontró el rostro de La
Muerte, que lo estaba mirando. Y huyó a la carrera.
Halîm se alejó de sus cosas, pero primero pasó por su choza y llevó
consigo lo necesario para un exilio incierto. Pronto se corrió el rumor de que
La Muerte lo perseguía y ya nadie le dio asilo en la aldea. De modo que
enseguida se encontró desesperado y a la deriva.
En esas circunstancias, Halîm ideó un plan demencial. Habló con cada
comerciante, vendedor y puestero, con cada persona apostada en la calleja
principal y les dio detalles precisos de su ubicación. A todos les indicó una
dirección diferente. Cuando La Muerte preguntó por su paradero, todos le
respondieron cosas distintas. Ella lo buscó en cada lugar referido sin éxito.
Pero la idea de tener a La Muerte alentando en su nuca lo llenaba de
espanto y de una creciente enajenación persecutoria. Así que Halîm de inmediato
urdió otra estratagema. Por ello él se propuso acosarla: sería él quien la
estaría siguiendo; repetiría sus pasos pisando sus huellas frescas pero no
demasiado inmediatas, a una distancia prudente.
Para sorpresa de Halîm, La Muerte no tardó demasiado en abandonar la
búsqueda. Así, el alfarero profesó un largo suspiro de alivio. Se sentía
eufórico. Cada inhalación estaba bien ganada, porque él ya debería estar
muerto. Disfrutaba de todo cuanto le deparaban sus sentidos; se sentía beduino,
porque ya nada le pertenecía y lo había robado todo. Él, Halîm, ¡había vencido
a La Muerte!
Pero poco duró su algarabía. Su padecimiento físico había remitido. Pero
al pasar los días empezó otra vez a experimentar la sensación persecutoria.
Miraba hacia todas partes y se sentía inseguro sin poder controlar la ubicación
de su implacable perseguidora. La buscó con sigilo, primero, sin disimulo ni
recato después. La llamó a gritos, queriéndola ver aparecer sin que Ella lo
tomara por sorpresa, como siempre contaban las historias. Y cada día se volvió
agónico, suplicante. Imploró por su aparición terminal. Nada...
Pasaron los años, Halîm lo había perdido todo. Estaba envejecido hasta
lo indecible. Había perdido la salud y la esperanza por el futuro y había desperdiciado
en vida la esencia de vivir. Y ahora ya esperaba a La Muerte con el anhelo del
que no tiene más lugar para las sorpresas.
Y La Muerte llegó...
–Ahora –dijo Halîm con penoso esfuerzo y juntando el aire en sorbos–,
cuando llevo bebiendo todos los relojes de arena, llegas... ¡tarde!
–No soy yo quien se ajusta a la hora –sentenció la que escolta a todos a
cruzar la última puerta–. La hora la decide el paso que me detiene junto a ti.
–Eso no parece ser muy cierto –se jactó Halîm con visible y audaz altanería–...
Hace años, cuando era joven, intentaste atraparme y burlé tus pasos.
La Muerte lo miró con súbita comprensión
y se compadeció de él.
–Hace años, cuando te buscaba, no me burlaste. Te vi detrás de mí
evitando el encuentro y decidí postergarlo. Pero en aquel entonces yo no
pensaba llevarte. Sólo iba a decirte que tu dolencia no revestía seriedad y que
–para compensarte la angustia de creer que morirías– recién en tu vejez pasaría
por ti.
Texto: Javier Rago
Dibujo: Fer Gris